El próximo 2 de febrero de 2018 se inaugura «Museo de Málaga», una exposición de Julio Anaya Cabanding y Rafael Jiménez, comisariada por Pedro Alarcón Ramírez para Casa Sostoa.
Tan necesario es recorrer la memoria sin adular al recuerdo, como saber de qué lugar, ficticio o no, proviene uno. (…) La memoria, testigo vivo de lo que somos, olvida a veces que en parte, nuestros recuerdos pueden ser los de todos. Que todos en colectivo hemos podido vivir circunstancias similares o relaciones símiles con los objetos, con las imágenes, con nosotros mismos. Desde esta referencia precisa a la memoria colectiva, en palabras del propio Rafael Jiménez, apelo al rescoldo del recuerdo del desaparecido Museo de Bellas Artes de Málaga, que toda una generación conoció en el Palacio de Buenavista y cerró sus puertas en 1997. Tras un lapso descorazonador de casi veinte años, el Museo fue reorganizado y reubicado como sección de Arte en el actual Museo de Málaga.
Esta exposición nace del desencuentro con el Museo de Málaga. De un sentimiento confuso entre el apego al recuerdo, la sensación de orfandad (por la prolongada ausencia) y la desafección. A través de las salas de la Aduana, buscando el reencuentro, percibo ruido, abigarramiento, solapamiento y arrinconamiento, por lo que la emoción es agridulce.
La exposición Museo de Málaga es la síntesis más vívida de un recuerdo. Un recorrido por diez piezas en las que me detuve más de lo común durante mis incontables visitas al vetusto museo de calle San Agustín. Cuando acudo a mi propia memoria, la evocación se hace difusa por anidar en un resquicio de la vivencia infantil y adolescente, amén de provenir de un tiempo analógico en que los recuerdos no eran convenientemente procesados y regurgitados por una red social. Se trataba de erigir el recuerdo sin el ánimo de fabricar la ilusión de un mausoleo, sin vocación arqueológica. De modo que recurrí a la actitud performática de Julio Anaya y Rafael Jiménez en clave de pintura expandida, donde la narración se constituye como una acción. El desarrollo del relato pictórico tiene mucho que ver con situarse en el espacio que ocupa el espectador, pues el objeto creado -un trampantojo, la fotografía de un trampantojo, la distorsión de una imagen que pertenece al colectivo- es metalingüístico y alude a un objeto artístico anterior.
Julio Anaya Cabanding (Málaga, 1987) ha centrado su trabajo en la configuración de un nuevo tiempo, suspendido, para la pintura. Mediante un acto de apropiacionismo no exento de reverencia, descuelga simbólicamente pinturas que se ostentan en el espacio sacralizado del museo para resituarlas. En buena parte de los casos, atraído por la consecución de una escenografía de la paradoja, opera en un entorno inhóspito, por momentos ruinoso y quizá imposible para la obra de arte y su contemplación. Se produce un alejamiento premeditado del contenedor y por tanto de sus convenciones, mediante una forma de intervención directa en la que se solapa con la huella de otros. Es el caso de Enrique Simonet, Boceto de la decapitación de San Pablo, pieza fotográfica que posee las mismas dimensiones que el cuadro original y en las que los valores texturales del muro de hormigón, el óxido y las firmas de grafiteros se involucran en una delicada tensión de contrarios.
El artista se sirve de las retóricas del arte urbano, así como de sus leyes formuladas aunque no escritas, quedando sujetas estas intervenciones a las reacciones de un colectivo que entiende espacios y lenguajes como propios, por lo que la pintura se desarrolla en unos márgenes de riesgo que, precisamente, favorecen su condición efímera. La fotografía, como paso decisivo, consigue establecer el relato artístico. El registro documental termina poniendo en cuestión el objeto, una pintura de una pintura, que quizá ya no existe; cobran sentido la negación del estilo o el gesto propios, ya que el artista se ha situado en una posición diferente.
En Museo de Málaga, Julio Anaya ha intervenido de forma directa las paredes de Casa Sostoa con cuatro trampantojos a partir de otras tantas obras de Fernando Labrada, Bernardo Ferrándiz, José Nogales y Pablo Ruiz Picasso. En este caso particular, el propio comisariado planteaba un juego intelectual, que traslada el museo al ámbito doméstico y personal de los recuerdos, por el que se hacía necesario que la casa fuese a un tiempo escenario de la acción artística y lugar de exposición.
Rafael Jiménez Reyes (Córdoba, 1989) tiene una vinculación especial con aquello en que ha venido en denominar la imagen icónica, tratándose de imágenes que de forma autónoma, por su mensaje o su repercusión en el arte han pasado a la posteridad, determinando de manera absoluta la forma en que el colectivo las recuerda o asocia a un periodo histórico. Nunca como en la era digital la imagen icónica se vale de ese sentido representacional, al punto de hacerse omnipresente y de influir ostensiblemente en el modo en que consumimos la imagen fotográfica. El artista es consciente de la distorsión que se produce mediante el consumo digital de la imagen de la obra de arte, y es sin duda esa idea de distorsión una de las claves centrales de su modus operandi, algo que el propio autor vincula a sus defectos de visión.
La distorsión funciona a modo de un barrido superficial que obtiene la categoría de gesto pictórico; utilizando un medio singular como la plastilina, que aplica normalmente sobre papel de alto gramaje, Reyes consigue un plano pictórico que es dúctil y lo somete a una acción transformadora que aplica a la totalidad de la imagen. Este hecho podría resultar turbador, por cuanto parece encarnar una cierta dosis de negación de la imagen y del estilo, al modo en que lo haría un Gherard Richter con sus célebres series en las que arrastraba la pintura con una barra o espátula. La cita a Richter nos parece conveniente aquí; el artista alemán confiesa renunciar a todo estilo y amar fervientemente todo aquello que no lo tiene.
Enfrentándose a los originales de Luis de Morales, Bernardo Ferrándiz, José Jiménez Aranda o Pedro Sáenz y Sáenz, las obras del Museo de Málaga a las que ha impuesto su trama, el artista reflexiona sobre el paso del tiempo, y evidencia las diferencias entre historia y memoria, tanto personal como colectiva. Del mismo modo en que la memoria manipula nuestra visión de unos hechos, estos trabajos se decantan por una manipulación del significado último de las imágenes, algo que dificulta y hace más sugerente esta suerte de reconstrucción de algo pasado.