Presente cíclico
Una parte importante de nuestra identidad se construye en relación con la memoria colectiva, una cuestión que ha sido ampliamente reflexionada desde el estudio antropológico. En 1871, Edward Burnett Tylor, en el libro Primitive culture: researches into the development of mythology, philosophy, religion, language, art and custom, ya concebía el hecho cultural como algo adquirido por el hombre como miembro de la sociedad. Más de un siglo después, el antropólogo estadounidense Clifford James Geertz, en La interpretación de las culturas (1973), hace referencia a un “sistema de concepciones expresadas en formas simbólicas por medio de las cuales la gente se comunica, perpetúa y desarrolla su conocimiento sobre las actitudes hacia la vida”. Y más cercano a nosotros, el antropólogo andaluz Isidoro Moreno, en 2002, definió la cultura como un “conjunto de representaciones colectivas, de cogniciones y valores que orientan los comportamientos y relaciones entre las personas y de estas con el mundo, modelan los sentimientos, están en la base de las expresiones y dotan de significado a la existencia de los individuos y del pueblo que se identifican con ellas”. Como animales sociales que somos, apoyándonos en el discurso aristotélico, mujeres y hombres se construyen culturalmente en un ejercicio de reciprocidad; así pues, estamos enculturados en valores y modelos de nuestro entorno; pero, aunque frecuentemente se haga referencia a la tradición, no se trata de una cuestión de ancestralidad, sino de formas con vigencia hasta el presente.
La memoria colectiva comúnmente es celebratoria, ofreciéndose cargada de componente simbólico, encontrando abrigo en fiestas, rituales, costumbres…, además de en las imágenes alusivas, algo particularmente palpable en Andalucía. La exaltación repetida en el tiempo es útil para crear sentimiento de cohesión y pertenencia; pero esta reiteración, con la que a veces se pierde la actitud analítica del hecho en sí, puede llegar a ser socialmente hipnótica.
En el preámbulo de la Declaración de la UNESCO sobre la Diversidad Cultural (2 de noviembre de 2001) se hace referencia a la cultura como “centro de los debates contemporáneos sobre la identidad”, y, dentro de las orientaciones incluidas en el documento, se apuesta por “fomentar el desarrollo de la creatividad contemporánea”. Una creatividad que desde la actividad artística se refrenda en continua variabilidad, como refiere el crítico e historiador Nicolas Bourriaud, en Estética relacional (2004), al definir esta práctica como “un juego donde las formas, las modalidades y las funciones evolucionan según las épocas y los contextos sociales”.
Llegando hasta nuestros días con pleno vigor, reflexiones sobre la función social de la imagen han ido encontrando acomodo natural en el discurso artístico. Más o menos cercanos a una postura crítica, van presentándose planteamientos que entran de lleno en el torbellino del esto ha sido así toda la vida. Somos hijos, más o menos dóciles, del entorno; y como dijo la artista jiennense Cristina Lucas, a propósito de su vídeo Habla (2008) –en el que destroza a martillazos un moisés hasta quedar exhausta–, nos resulta imposible dejar de lado “la iconografía que comprende nuestro pasado histórico, a pesar de que se pueda destrozar, repensar…”.
En esta línea de investigación y trabajo está inmerso Rafael Jiménez (Córdoba, 1989), cuyo discurso apunta más a la pregunta que a la respuesta, en un ejercicio que deliberadamente se mueve más cercano a la honestidad consigo mismo que a la crítica –aunque lo primero pueda propiciar lo segundo–. Rafael, desde el hecho cierto de ser andaluz, es consciente de su entorno; y desde esa posición, sin actitud resignada, trabaja con modelos fácilmente identificables para el espectador.
En sus obras pictóricas, elaboradas con plastilina, Rafael distorsiona imágenes que han adquirido el estatus de intocables e indiscutibles, sin que esto último necesariamente guarde una relación con el valor artístico de la pieza. El potente imaginario venerado, que es acogido más como herencia que como pleitesía, es cuestionado, sabiendo que, en el devenir de los tiempos, el icono puede envejecer o perder la esencia de un hipotético relato original. Sin un posicionamiento reverencial ante la apropiación, el artista consigue alejarse del tópico o de la versión; lo que le permite enfocar –tras un proceso de investigación, asimilación y reflexión sobre la imagen– los aspectos que más le interesan a la hora de matizar y materializar su obra.
Pese a haber cierta negación de la imagen, habría que ser excesivamente melindroso para que las obras de Rafael Jiménez resulten incómodas, pero la simple incitación al cuestionamiento es, a veces, recibida de mala gana. No está entre los objetivos del artista la propuesta de un plan de acción para superar el pasado –aunque la respuesta rupturista sí puede generarse en el espectador–, ni dictaminar sobre la validez del imaginario colectivo.
Para Un presente por defecto, su primera exposición individual en Córdoba –en las Galerías Cardenal Salazar (Facultad de Filosofía y Letras)–, Rafael ha trabajado, entre otros temas, sobre la iconografía del arcángel San Rafael –valiéndose de la obra de Juan de Valdés Leal–. El artista ha indagado en las posibles alteraciones del relato, cómo nos ha llegado el icono que se da por legítimo y en qué contextos tiene o no tiene significación. El posicionamiento, de resultar crítico, lo es con el modelado que ha ido realizando la historia y la memoria colectiva, más que con el icono en sí. En una ciudad donde ha surgido un movimiento tan delirante como No me toques a San Rafael, se puede considerar que el tema a tratar es de alto riesgo –entiéndase el tono–. Pero, en un momento de sosiego –algo tan cordobés–, todos nos podríamos preguntar cuál sería ese San Rafael intocable: el de las apariciones al padre Roelas, en tiempos en los que la peste azotaba la ciudad; el que custodia Córdoba desde triunfos y altares; el esculpido, modelado, tallado o pintado por los artistas, habitualmente con aspecto andrógino; el impasible observador de la doble moral, en el poema lorquiano…
Otra imagen desde la que Rafael ha trabajado ha sido el retrato que José Ignacio de Cobo y Guzmán hizo del Cardenal Salazar; una pintura que tutela, desde el descansillo de la escalera de mármol del antiguo hospital, la hoy Facultad de Filosofía y Letras. En este caso, la obra primigenia adquiere contemporaneidad, material y conceptualmente. Rafael ha decidido emplear una imagen muy presente en el mismo espacio expositivo, buscando un diálogo en el que los alumnos del centro también tendrán un papel importante, proponiendo el artista diferentes acciones. De este modo, la reflexión sobre el imaginario se plantea ciertamente colectiva.
Rafael Sillero Fresno, comisario.